Por David Huerta
Jorge Luis Borges mantuvo a lo largo de su vida una relación ambigua con la cultura española. Admirador de Cervantes y Quevedo, no soportaba la “filosofía de lo hispánico” que encarnaba Menéndez y Pelayo. Este texto es un recorrido por las distintas estaciones de esa célebre disputa.
Agosto 1999 | Tags: En sus apuntes autobiográficos de fines de los años sesenta, escritos en inglés “with Norman Thomas di Giovanni”, Jorge Luis Borges cuenta que de niño, en la biblioteca de su padre, leyó Don Quijote de la Mancha. El hecho no tendría nada de notable, si no fuera por la siguiente nota peculiar:
Borges leyó el Quijote en una traducción inglesa y luego, ante el texto español de Miguel de Cervantes, le sucedió nada menos que esto: “When later I read Don Quixote in the original, it sounded like a bad translation to me”. Ante la disyuntiva de los idiomas que se hablaban en su casa, el inglés y el español, Borges no titubea: prefiere el inglés de su abuela paterna, Fanny Haslam. Quizá fue el idioma que tuvo más importancia en su pródiga vida de lector; como escritor, en cambio, Borges eligió de manera diferente y se “resignó” al mero español. Unos párrafos más adelante, en esas mismas páginas autobiográficas, habla de sus primeros intentos narrativos. Entre esos textos, ahora perdidos, figuraba una imitación cervantina: “a rather nonsensical piece after the manner of Cervantes, an old-fashioned romance”. El título de esa composición era “La visera fatal”. Probablemente, suponemos, fue escrita en la estela de las Novelas ejemplares o siguiendo el modelo de algunas de las historias insertadas en la “Primera Parte” del Quijote (“El curioso impertinente”, la “Historia del cautivo”).
En aquellas lecturas cervantinas infantiles, en esos dos momentos de la niñez de Borges, están, como en cifra, las “dualidades funestas” de su actitud ante España: lo que en estos renglones llamamos la dilatada querella hispánica de Borges, que ocupó prácticamente toda su vida (1899-1986) y que constituye, por sí sola, una de las estribaciones más interesantes, provocativas, arbitrarias y apasionadas de su quehacer, de su vida y de su trabajo literario. En ella figuran, entre otros, Américo Castro, José Ortega y Gasset, Gerardo Diego, Miguel de Unamuno, Federico García Lorca, Rafael Cansinos-Assens y los escritores de los llamados siglos de oro de la literatura española. Estos apuntes sobre esa querella no aspiran a zanjar definitivamente ninguna cuestión sino, nada más, a delinear una serie de temas posibles de discusión y de reflexión histórica, crítica y literaria en torno a Borges.
La dualidad o dualidades de la actitud borgesiana ante la tradición hispánica son más o menos fáciles de descubrir en sus libros, en las declaraciones de las innumerables entrevistas que concedió (dentro del moderno arte de la entrevista sólo Igor Stravinski se compara con él en inventiva verbal, ingenio y agudeza), en algunos textos de ocasión. Por un lado, el gusto por un puñado de escritores (Quevedo, Cervantes, Saavedra Fajardo, Torres Villarroel, la poesía de Góngora); por otro, una impaciencia apenas disimulada ante lo que él entendía, muy quevedianamente, como el modorro español, es decir, según ciertas líneas en las que se dibuja una reducción caricatural, la imagen pasiva de un tipo o de una idiosincrasia, y su trasunto intelectual: la haraganería para pensar, tratar con abstracciones, hacer filosofía, la “sueñera mental”; en alguna medida, de manera implícita, la pobreza de la ciencia española. Que esto sea cierto o no, poco importa; lo que interesa aquí es que Borges creyó por largos años en la realidad o veracidad de esas imágenes. Esa convicción determinó durante décadas su actitud ante España. Nadie se ha ocupado con mayor lucidez de estos aspectos del pensamiento y de las actitudes de Borges que el pensador colombiano Rafael Gutiérrez Girardot, en su ensayo interpretativo de 1959 en torno de la obra borgesiana.
Entre el “fatigoso refranero de Sancho” (Borges, 1956) y la nobleza estoica de Quevedo, el escritor argentino optó decididamente por la segunda y mantuvo una admiración indeclinable por la prosa y por la poesía de éste —admiración de la que no estuvieron ausentes ciertos razonables reparos, como veremos más adelante. Sancho, Quevedo: figuras polares de una larga discusión borgesiana. Esa querella no era simple, de ninguna manera; lejos estaba de constituir un mero contraste de blanco y negro. No era como si Borges dijera “estoy en contra de aquello” (lo español literario, lingüístico y filosófico) y “a favor de esto” (mis propias ideas). Dentro de él combatían simpatías y diferencias ante España, su herencia, su lengua, su historia y sus escritores.
Había un Borges cervantófilo y otro impaciente con el “humilde estilo” (la expresión es, no lo olvidemos, de Alonso Fernández de Avellaneda) del “ingenio lego” que imaginó la fábula del hidalgo manchego y su escudero rústico. Según se sabe, Miguel de Cervantes era un veterano de guerra —y por añadidura, mutilado—, un “soldado fanfarrón”; o, según la conocida expresión de Plauto, un miles gloriosus —basta leer el autorretrato en el prólogo a las Novelas ejemplares—, y por ese rasgo el combatiente de Lepanto le inspiraba a Borges una admiración sincera. En la propia familia de Borges hubo uno que otro ejemplo de miles gloriosus; para no ir muy lejos, su abuelo paterno, Francisco Borges. (Sobre este tema escribió un buen ensayo Ana María Barrenechea: “JLB y la ambivalente mitificación de su abuelo paterno”, Nueva Revista de Filología Hispánica, 1992.) Algunos poemas sobre sus antepasados militares confirman estos sentimientos. La cervantofilia de Borges, entonces, comienza en la infancia con “La visera fatal” y culmina provisionalmente, en los años treinta, con “Pierre Menard, autor del Quijote”, algunos poemas —en versos clásicos, en prosa— y unos cuantos textos interesantes por su tema y por sus ideas, como el prólogo que escribió a las Novelas ejemplares en 1946. La cervantofobia se manifestó de varias maneras, como en ese disgusto ante la “mala traducción” quijotesca; pero sobre todo en esa mal reprimida irritación de Borges ante la rudeza estilística de Cervantes: consta en el breve ensayo de 1930 titulado “La supersticiosa ética del lector”.
En el epílogo de Siete noches, Roy Bartholomew proporcio-na la siguiente noticia sobre la biblioteca doméstica de Borges: “En su biblioteca, espejo de sí mismo como lo fue la de Montaigne, hay pocos autores de lengua española: Quevedo, Gracián, Cervantes, Garcilaso, San Juan, Fray Luis, Saavedra Fajardo, Sarmiento, Groussac, Alfonso Reyes, Pedro Henríquez Ureña”. Son siete autores españoles de los siglos XVI y XVIIi; los restantes son escritores del siglo XX latinoamericano: dos argentinos (uno de los cuales es franco-argentino, Groussac), un mexicano y un dominicano. La imagen que reflejaba ese “espejo de sí mismo” que era su biblioteca era la de un “argentino desganado” ante España y ante la literatura española.
El orden que le da Bartholomew a esa lista parece razonable: un grupo de siete, dos grupos de dos. La primera parte de la enumeración corresponde a autores clásicos del pasado renacentista europeo; en la segunda —los cuatro latinoamericanos—, hay escritores que Borges conoció personalmente y estimó, como Henríquez Ureña y Reyes; es ampliamente conocido el entrañable tema borgesiano de la “repetición de los destinos” en el caso de Paul Groussac, director ciego, también, como Borges años después, de la Biblioteca Nacional (léase el “Poema de los dones”). En el grupo de los españoles, hay tres o cuatro autores que son claramente poetas: Garcilaso de la Vega, Fray Luis de León y San Juan de la Cruz. Francisco de Quevedo es admirado por Borges tanto por su poesía cuanto por su prosa. De la cervantofilia y de la cervantofobia en Borges ya me ocupé líneas arriba, aunque haya que volver siempre sobre esos temas para discernir en ellos el pensamiento de Borges ante España (y ante los cervantistas, filólogos y lingüistas, como Américo Castro). El enredado y pomposo jesuita Baltasar Gracián, pontífice del conceptismo, lo irritaba y lo impacientaba —se burló abiertamente de rasgos que consideraba francamente ridículos de su prosa; pero le interesan la geometría de su pensamiento y el barroquismo de su expresión. Siente, en cambio, una viva simpatía por Diego de Saavedra Fajardo, preceptista de estilo notable, autor fuera de la zona central del canon “áureo”.
En la República literaria de Saavedra Fajardo, Borges encontraría una admirable vena irónica y satírica que luego continuaría explorando en sus lecturas quevedianas. Borges no ignoraba el quemante talante satírico, a menudo brutal, de Francisco de Quevedo, que le valió el sobrenombre de “Juvenal español”; pero prefería, evidentemente, sobre el retratista de Escarramán “en chirona”, al poeta reflexivo que conocía bien a Séneca y se había carteado con Justo Lipsio. Es lícito suponer que prefería la reposadamente caricatural República de Saavedra Fajardo al desvencijado Olimpo —violento, sucio, estridente— de La hora de todos.
La lista de Roy Bartholomew no incluye a otro Diego español —pero éste del siglo XVIii— leído por Borges desde la juventud: Torres Villarroel, uno de los más fervientes quevedianos que ha habido, cuyaVida es uno de los grandes libros de la picaresca española (en su caso, picaresca de no-ficción). Consta esa admiración en el rechazado libroInquisiciones, de 1925, reeditado en 1993 por María Kodama: un ensayo sobre Torres Villarroel abre la serie de aquellos viejos textos juveniles de los que Borges renegaría.
Una de las más intrigantes lecturas borgesianas es laEpístola moral a Fabio, el poema estoico del capitán Andrés Fernández de Andrada, que Borges consideraba el más bello de toda la literatura española y al que se refería como obra del “Anónimo Sevillano”. El poema de Fernández de Andrada fue atribuido a otros poetas, como el menor de los Argensola y Francisco de Rioja. Sobre su autoría hubo incertidumbre durante siglos, de ahí lo del “Anónimo Sevillano”; hasta que en el siglo XX Dámaso Alonso en España y Salvador Cruz en nuestro país anudaron los últimos datos biográficos —por cierto, mexicanos o novohispanos— sobre el capitán poeta, y zanjaron para siempre, aclarándola con plenitud, la cuestión de esa autoría. Aunque hubiera podido enterarse de esas investigaciones, a Borges le gustaba referirse así, como el Anónimo Sevillano, al autor de la Epístola moral a Fabio. De la Epístola le gustaba citar esa invocación exclamativa, estoica, a la muerte: “¡Oh muerte!, ven callada/ como sueles venir en la saeta…”
Otra saeta célebre de la poesía española elogió Borges: la del soneto gongorino que comienza así: “Menos solicitó veloz saeta…” “Silban las eses como silba la saeta en el aire”, escribió, entusiasmado, Borges. Ante la poesía de Góngora su actitud cambió radicalmente, desde los años veinte de la militancia ultraísta —pero ¿no era el ultraísmo una de las posibles consecuencias “naturales” del gongorismo?—, hasta su madurez y su fecunda ancianidad, con menos cambios graduales que en el caso de otros escritores españoles. La sola excepción a ese cúmulo de opiniones cambiantes es Francisco de Quevedo (de quien llegó a decir que era “menos un hombre que una dilatada y compleja literatura”), su ídolo desde siempre. No se le ocultaban los excesos retóricos quevedianos, sin embargo. Al comentar la Política de Dios, por ejemplo, Borges anota lo siguiente sobre algunos procedimientos demostrativos de Quevedo: “El asombro vacila entre lo arbitrario del método y la trivialidad de las conclusiones”. Para agregar, de inmediato, su idea fundamental —varias veces repetida por él en diferentes textos— acerca del genio verbal del Señor de la Villa de la Torre de Juan Abad: “Quevedo, sin embargo, todo lo salva, o casi, con la dignidad del lenguaje”. Ese casi parecería guardar una última cautela ante el escritor admirado. Borges no tiene reparos siquiera parecidos ante un autor tan semejante a Quevedo como Sir Thomas Browne. El célebre cuento “Tlön, Uqbar, Orbis Tertius” junta con toda deliberación a estos dos grandes retóricos, decisión en la que apenas se disimula, por la trabajada contigüidad, un juicio apreciativo; “Tlön…” concluye con Borges en Adrogué “revisando […] una indecisa traducción quevediana (que no pienso dar a la imprenta) del Urn Burial de Browne”.
Dos textos ilustran inmejorablemente la querella hispánica de Borges: “Las alarmas del doctor Américo Castro”, del libro de 1952 titulado Otras inquisiciones, y la “Nota de un mal lector”, escrita en enero de 1956 a propósito de la muerte de José Ortega y Gasset. Los grandes temas de la querella habían sido ya perfilados en 1928 en el libro El idioma de los argentinos, donde Borges afirma, con una contundencia de la que luego se arrepentiría, lo siguiente: “Difusa y no de oro es la mediocridad española de nuestra lengua”. La impaciencia de Borges ante los españoles —la lengua española, la historia hispánica—, el casticismo provinciano y el academicismo ultramontano es, en medida considerable, una justificada irritación ante el “colérico reivindicador” de la hispanidad católica: Marcelino Menéndez y Pelayo. Borges parece ver en Américo Castro —cervantista estimable— un trasunto de aquel otro temible y obcecado erudito que, como pocos, y para decirlo borgesianamente, fatigaba infinitas bibliotecas para reconstruir la historia; y más todavía cuando Castro se ocupa —en mala hora lo hizo— del español que se hablaba y escribía en Buenos Aires alrededor del año 1940.
Ninguna glosa o resumen le haría justicia a “Las alarmas del doctor Américo Castro”: es una breve, concisa, perfecta y fulgurante pieza de ironía literaria, de sarcasmo y de crítica. El tema es un libro de Castro de “cacofónico título”: La peculiaridad lingüística rioplatense y su sentido histórico, de 1941. Admira uno enormemente, al leer el texto, a Borges; al mismo tiempo, lamenta su violencia descomedida. El ataque al meritorio hispanista, a quien tanto debe la erudición moderna en el campo de los estudios histórico-literarios, es demoledor. Concluye con una nota de una malicia suprema: “En la página 122, el doctor Castro ha enumerado algunos escritores cuyo estilo es correcto; a pesar de la inclusión de mi nombre en ese catálogo, no me creo del todo incapacitado para hablar de estilística”. La injusticia del genial texto de Borges ha tenido como resultado que de Américo Castro le quede a los lectores, en una porción considerable del orbe hispánico, una caricatura patética.
La “Nota de un mal lector” es una pieza más compleja, no literariamente, sino estilística y psicológicamente. Está hecha de balanceos, contrapesos y compensaciones; ha sido concebida como un ejercicio de ambigüedad que Borges no ha querido esconder, sino más bien exhibir, desplegar: ambigüedad deliberada, dirigida, intencionada, crítica. El contraste entre Miguel de Unamuno y Ortega le sirve como punto de partida; ese contraste comienza con un pequeño dato en la bibliografía borgesiana: en enero de 1937 —exactamente 19 años antes de la página sobre Ortega—, Borges había escrito una nota necrológica sobre Unamuno, a quien llamó “primer escritor de nuestro idioma”. (Es conocida la idea de que Unamuno, por su Vida de Don Quijote y Sancho, figura como uno de los principales candidatos, entre otros —o bien combinado con otros—, a modelo del personaje de Pierre Menard; otro candidato a modelo de Menard apenas discutido es el casi olvidado escritor ecuatoriano Juan Montalvo.)
Borges afirma: muerto Unamuno, el encargado de seguir adelante con “el diálogo español” es Ortega y Gasset. Pero ese diálogo, ¿es entre españoles peninsulares exclusivamente, entre hispanohablantes, entre latinoamericanos y españoles peninsulares, entre Europa y quienes hablan y escriben en español…? Borges no lo precisa, pero todo indica que tiene en mente la particular querella de España contra el mundo en general, para tratar de probar o demostrar su quebrantada (y olvidada) grandeza imperial… por medio de sus escritores. La mención de la “reivindicación colérica o lastimera” del “diálogo español” en el siglo xix apunta, según Gutiérrez Girardot, a la figura de Marcelino Menéndez y Pelayo. La nota necrológica parece desganada —y acaso lo es. Dos pasajes cifran la ambivalente cortesía fúnebre de Borges: “Los estoicos declararon que el universo forma un solo organismo; es harto posible que yo, por obra de la secreta simpatía que une a todas sus partes, deba algo o mucho a Ortega y Gasset, cuyos volúmenes he hojeado”. El lector duda, ante esas palabras, entre la elegante suavidad de las maneras borgesianas y la forma que toma la mala fe de esa gratitud inverosímil (“es posible que yo deba algo a Ortega, autor a quien apenas conozco”). El remate de la “Nota…” refrenda la ambigüedad y el tono general de esa página tan bien tramada y tan reveladora de la querella hispánica de Borges: “Quizá algún día no me parecerá misteriosa la fama que hoy consagra a Ortega y Gasset”.n
No he querido, en estas páginas, formular ninguna tesis o teoría acerca de Borges y España. Quise solamente delinear, como dije al principio, algunos temas, quizás interesantes, de reflexión. No hay la menor sistematicidad en las actitudes intelectuales de Borges ante España; sí, en cambio, mucha pasión, humores, simpatías y diferencias, mutaciones del temperamento. En ocasiones es injusto y destemplado, aunque infinitamente divertido, como en su ataque a Américo Castro. El cervantismo de éste hace ver el cervantismo de Borges, por cierto, como el de un mero aficionado, a veces incluso distraído y mal lector, entendidas estas dos últimas palabras en su sentido fuerte, no en el irónico que le da el propio Borges en su nota fúnebre sobre Ortega y Gasset. Su visión de Quevedo es siempre rica y estimulante. Sus cambios ante Cervantes son ilustrativos de un autor capaz de severa autocrítica. Esta dimensión de su talante intelectual y espiritual contribuyó, no menos que el precioso cristal de su estilo, a que muchos lectores consideremos a Jorge Luis Borges, según expresión de Gutiérrez Girardot, el príncipe de las letras hispánicas. -
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