¿A quién no ha fascinado alguna vez —por lo general en la primera juventud— esa pintura obsesivamente miniaturista, de luces violentas y cromatismo crispado que conocemos con el nombre de prerrafaelista? Aquella Hermandad de artistas británicos es uno de los capítulos más extravagantes de la novela del arte europeo y todos sus afiliados fueron personajes inhabituales, comenzando por el padre intelectual del movimiento, John Ruskin, quien se divorció el mismo día de su boda, tras descubrir con embarazosa sorpresa el vello púbico de su esposa. Ignoraba la existencia de tal adminículo piloso en las hembras, y lo confundió con una enfermedad venérea.
Hacía ya muchos años que no se exhibían pinturas de la Hermandad. La Tate Britain ha reunido esta primavera un rico conjunto de paisajes prerrafaelistas que invitan a repasar tan singular escuela. Y lo primero que viene a las mentes es que, a pesar de su notable dominio técnico, no son grandes creadores; los prerrafaelistas pertenecen a esa categoría menor y tan propia del gusto moderno que es “lo interesante”. Ninguno de ellos —J. E. Millais, W. H. Hunt, Th. Seddon, J. W. Inchbold…— es, en verdad, excesivamente conocido fuera de las Islas, pero sus obras continúan fascinando al público, como prueban los miles de libros en cuyas portadas figuran una y otra vez sus pinturas. Es imposible no prestarles atención.
Que no son grandes artistas se advierte en aquello que más impresiona al observador ingenuo: la enormidad de trabajo que exige cada cuadro. Para pintar Carrying Corn (1854), Ford Madox Brown necesitó setenta horas y regresar 21 veces a su punto de observación. No podía dejar de dibujar ninguna hoja, raíz, flor, piedra o insecto. La tela mide un palmo de alto y algo más de ancho.
No les importaban los padecimientos, la sed, el acoso de las fieras. Para su célebre The Scapegoat (1855), en el que un macho cabrío simboliza a Jesús de Nazareth (y que en 1959 reaparecería en un siniestro Rauschenberg, pero con un neumático alrededor del cuello), W. H. Hunt acampó diez días a orillas del Mar Muerto en condiciones extremadamente peligrosas. No dejó de reproducir hasta el más mínimo guijarro del lugar donde, en opinión de los arqueólogos, se había alzado Sodoma en los tiempos bíblicos. A veces, tanta insistencia provocaba la ira popular. El fino Ruskin quiso dibujar hasta el menor detalle de los arcos góticos que decoraban la fachada de Santa María Novella, en Florencia, pero justamente allí era donde jugaba a la pelota la chiquillería del barrio. Al cabo de un par de días soportando al estrafalario inglés cuya presencia impedía el ejercicio de tan noble deporte, decidieron lapidarlo como a una adúltera. En sus escritos, Ruskin se queja amargamente del bárbaro carácter sureño.
De los prerrafaelistas admiramos su técnica y su formidable capacidad de trabajo, pero no por otro motivo admiramos la Gran Muralla china, las pirámides egipcias, o los muros cubiertos de caligrafía de los reales alcázares sevillanos. Ahora bien, que tanto esfuerzo se dedique, no a levantar monumentos públicos, sino a representar caprichos privados, nos aleja de ellos hasta hacerlos ajenos y diminutos. Porque incluso cuando enloquecen son pequeños. En Fairlights Downs, que ocupó a W. H. Hunt entre 1852 y 1858, se divisan unas ovejas ramoneando por la pradera y un perro negro que las embiste fieramente. Pues bien, si uno presta atención puede ver, a la derecha, un bastón flotando en el aire. Su dueño (ausente del cuadro) lo ha lanzado contra el perro para que deje en paz a las ovejas. Ese bastón volador recuerda el cuchillo que también Rembrandt pinta en el aire, cuando el ángel retiene la mano de Abraham para impedir el sacrificio de Isaac. El detalle, sin embargo, en Rembrandt es sublime; en Hunt, ridículo.
Las intenciones de los prerrafaelistas —superar la pintura romántica ya en total decadencia— eran excelentes, pero los ingleses son incapaces de hacer nada moderno, carecen de órgano para ello, así que todas aquellas horas de trabajo, tanto esfuerzo, tanta pedrada florentina, no sirvió para nada. Por esos mismos años, un puñado de franceses resolvía el problema con un par de brochazos. Superar el romanticismo no era asunto que se pudiera solventar con trabajo o esfuerzo. Era una cuestión de ideas e imaginación. Los laboriosos prerrafaelistas han quedado como un patinazo de la historia del arte, y los impresionistas, pintando a una velocidad de vértigo, sacaron a la pintura de su atolladero romántico.
Cuando a veces nos preguntamos qué bendito día, mes o año veremos el fin del arte actual, tan trabajoso, tan moralista, tan solidario y democrático, debemos respondernos que el día menos pensado un puñado de artistas, sin trabajar mucho pero con las ideas claras, acabarán con nuestro tedioso prerrafaelismo de la noche a la mañana. Confiemos en que esta vez no sean franceses. ~
Hacía ya muchos años que no se exhibían pinturas de la Hermandad. La Tate Britain ha reunido esta primavera un rico conjunto de paisajes prerrafaelistas que invitan a repasar tan singular escuela. Y lo primero que viene a las mentes es que, a pesar de su notable dominio técnico, no son grandes creadores; los prerrafaelistas pertenecen a esa categoría menor y tan propia del gusto moderno que es “lo interesante”. Ninguno de ellos —J. E. Millais, W. H. Hunt, Th. Seddon, J. W. Inchbold…— es, en verdad, excesivamente conocido fuera de las Islas, pero sus obras continúan fascinando al público, como prueban los miles de libros en cuyas portadas figuran una y otra vez sus pinturas. Es imposible no prestarles atención.
Que no son grandes artistas se advierte en aquello que más impresiona al observador ingenuo: la enormidad de trabajo que exige cada cuadro. Para pintar Carrying Corn (1854), Ford Madox Brown necesitó setenta horas y regresar 21 veces a su punto de observación. No podía dejar de dibujar ninguna hoja, raíz, flor, piedra o insecto. La tela mide un palmo de alto y algo más de ancho.
No les importaban los padecimientos, la sed, el acoso de las fieras. Para su célebre The Scapegoat (1855), en el que un macho cabrío simboliza a Jesús de Nazareth (y que en 1959 reaparecería en un siniestro Rauschenberg, pero con un neumático alrededor del cuello), W. H. Hunt acampó diez días a orillas del Mar Muerto en condiciones extremadamente peligrosas. No dejó de reproducir hasta el más mínimo guijarro del lugar donde, en opinión de los arqueólogos, se había alzado Sodoma en los tiempos bíblicos. A veces, tanta insistencia provocaba la ira popular. El fino Ruskin quiso dibujar hasta el menor detalle de los arcos góticos que decoraban la fachada de Santa María Novella, en Florencia, pero justamente allí era donde jugaba a la pelota la chiquillería del barrio. Al cabo de un par de días soportando al estrafalario inglés cuya presencia impedía el ejercicio de tan noble deporte, decidieron lapidarlo como a una adúltera. En sus escritos, Ruskin se queja amargamente del bárbaro carácter sureño.
De los prerrafaelistas admiramos su técnica y su formidable capacidad de trabajo, pero no por otro motivo admiramos la Gran Muralla china, las pirámides egipcias, o los muros cubiertos de caligrafía de los reales alcázares sevillanos. Ahora bien, que tanto esfuerzo se dedique, no a levantar monumentos públicos, sino a representar caprichos privados, nos aleja de ellos hasta hacerlos ajenos y diminutos. Porque incluso cuando enloquecen son pequeños. En Fairlights Downs, que ocupó a W. H. Hunt entre 1852 y 1858, se divisan unas ovejas ramoneando por la pradera y un perro negro que las embiste fieramente. Pues bien, si uno presta atención puede ver, a la derecha, un bastón flotando en el aire. Su dueño (ausente del cuadro) lo ha lanzado contra el perro para que deje en paz a las ovejas. Ese bastón volador recuerda el cuchillo que también Rembrandt pinta en el aire, cuando el ángel retiene la mano de Abraham para impedir el sacrificio de Isaac. El detalle, sin embargo, en Rembrandt es sublime; en Hunt, ridículo.
Las intenciones de los prerrafaelistas —superar la pintura romántica ya en total decadencia— eran excelentes, pero los ingleses son incapaces de hacer nada moderno, carecen de órgano para ello, así que todas aquellas horas de trabajo, tanto esfuerzo, tanta pedrada florentina, no sirvió para nada. Por esos mismos años, un puñado de franceses resolvía el problema con un par de brochazos. Superar el romanticismo no era asunto que se pudiera solventar con trabajo o esfuerzo. Era una cuestión de ideas e imaginación. Los laboriosos prerrafaelistas han quedado como un patinazo de la historia del arte, y los impresionistas, pintando a una velocidad de vértigo, sacaron a la pintura de su atolladero romántico.
Cuando a veces nos preguntamos qué bendito día, mes o año veremos el fin del arte actual, tan trabajoso, tan moralista, tan solidario y democrático, debemos respondernos que el día menos pensado un puñado de artistas, sin trabajar mucho pero con las ideas claras, acabarán con nuestro tedioso prerrafaelismo de la noche a la mañana. Confiemos en que esta vez no sean franceses. ~
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