por ALBERTO ADSUARA
En la misma portada del libro Conversaciones con Miró (Gedisa) aparece ya la entrecomillada afirmación, “Mi pintura no es de ningún modo un diario secreto. Es una fuerza atacante que se exterioriza”. Así pues, ya sabemos, antes de abrir el libro, que su arte es el producto de una fuerza exterior, inevitable, demiúrgica. Estamos ante una fuerza de la naturaleza que se ha servido de un cuerpo humano para hacer llegar a toda la humanidad un mensaje cifrado, que no secreto, con el fin de hacer
El citado libro es de una ejemplaridad clarificadora. Nada hay en él que no pudiera ser previsible hasta la exasperación. El demiurgo se encuentra presente incluso en las afirmaciones más aparentemente humildes. Todo en el libro es un tributo a la inevitabilidad de la genialidad cuando ésta emerge, desde las mismas afirmaciones del artista hasta la descripción del carácter de Miró por parte del entrevistador: en 34 ocasiones el autor hace mención a los gestos con los que Miró acompaña a sus palabras, otorgando a estos el halo divino de lo que podría llamarse una fuerza atacante que se exterioriza. “En Montroy lo que me nutre es la fuerza. La fuerza”, dice Miró al principio de la entrevista. Mientras el entrevistador dice cosas como “hace un gesto con la mano en el aire”, “golpea en la mesa con la mano abierta”, “golpea con los pies”, “traza con un gesto la trayectoria de un ave que se aleja”, etc, etc, hasta 34 veces. La fuerza, ciertamente parece estar en Miró de la misma forma en la que lo estaba con el joven Sky Walker: haciendo referencia a las líneas imaginarias que describen sus cuadros dice respecto a su metodología creadora “impulsado por el azar, pero por una fuerza más poderosa que yo y que no puedo dominar”. Por lo que su conclusión es: “Lo que me interesa no es que quede allí el cuadro, sino su irradiación, su mensaje, lo que hará para transformar un poco el espíritu de las personas. El cuadro en cuanto objeto no me interesa”.
El género de la entrevista es un género literario muy curioso cuando éste se produce ante quienes no tienen la costumbre de pensar por escrito, es decir, cuando se produce ante músicos, cantantes, actores, etc y no ante quienes tienen por costumbre y hábito la propia literatura, como escritores, filósofos, periodistas, etc. Resulta curioso la condescendencia con la que se trata a quienes opinan respaldados por una fama ajena al pensamiento, pero resulta más curioso, si cabe, que se trate de intelectuales de igual forma a los primeros y a los segundos. (A propósito de este tema, no puedo evitar recordar la publicidad electoral que a este respecto usó el PSOE cuando dijo que 5.500 intelectuales habían expresado su apoyo incondicional a Zapatero. ¡5.500 intelectuales! Si contamos que esos son sólo los que se han adherido a la campaña de un partido político y dejamos los que no lo han hecho, sintiéndose sin embargo cercanos a esa ideología, y contamos también los miles de intelectuales pertenecientes a otra ideología, ¿cuántos intelectuales salen? Y mejor aún, ¿dónde cantan?).
En cualquier caso lo que pretende Miró con su intelectualidad, la expresada en forma de entrevista, es lo mismo que pretende con su arte: “ofrecer al espectador un aprendizaje de la libertad” (pág 12). Dice Georges Raillard, el entrevistador, “no dudo de que las reflexiones de Miró durante las horas de conversación contribuirán a hacer que su obra se acerque a sus destinatarios”, y Miró nos dice, “la gente comprenderá cada vez mejor que yo abría la puerta a otro porvenir contra todas las ideas falsas y todos los fanatismos” (pag 199). Difícil, pues, como vemos, disociar su obra de su palabra pues ambas son la exteriorización de lo mismo, la exteriorización de una fuerza atacante. Y ahora, comprometida. Sí, la intelectualidad es pues irrefutable en la medida en la que así es entendida por quienes así la entienden (que viene a ser TODO el mundo del arte). Y así queda expresada en sus respuestas y en sus afirmaciones: para explicar un cuadro a instancias del entrevistador Miró no duda en de-mostrarla y dice “cuando yo pinté esa tela, y otras que se le parecen un poco, mi estado de ánimo estaba modelado por la poesía. Por eso leo poesía y escucho música. En ese momento oía muchos discos. Entonces, pam, pam, pam, pam(sigue el ritmo con un dedo en el aire, esboza un movimiento como si bailara), pam, pam, pam, pam, ¡zas! (y traza un círculo en el aire)”. Y me imagino entonces al entrevistador extasiado ante tan excelsa profundidad de pensamiento, sobre todo debido al círculo trazado en el aire.
Y como en casi cualquier genio, su relación con el dinero es secundaria, según él mismo, claro: “Breton y Eluard tenían un agudo sentido comercial. Yo no tengo ni idea” dice Miró en los primeros compases del libro. Y ante la pregunta “¿le ha molestado que se mezclen la pintura y el dinero?”, contesta tajante, “Me disgustaba mucho… ¡un valor en bolsa!, Eso me desagrada profundamente”. De ahí que ahora estemos en disposición de entender mejor las intenciones que manifestaba más arriba el mismo entrevistador: “no dudo de que las reflexiones de Miró durante las horas de conversación contribuirán a hacer que su obra se acerque a sus destinatarios”. De lo que se trataba, pues, fundamentalmente, era de acercar la obra a sus destinatarios. Aunque no sepamos aún con claridad quienes son ellos, si los espectadores, los lectores o los clientes.
En efecto, el tema del dinero es un tema que, además de recurrente en las reflexiones del mundo del arte, provoca un consenso en la práctica totalidad de los artistas modernos (salvo dos o tres honradas excepciones). Y el consenso consiste en que a todos les repugna el dinero en la medida en la que su principal cometido es insultar a quien lo tiene. El caso de Miró resulta aquí paradigmático. Cuando el bueno de George le insta a solucionar el grave problema de que el arte sea inaccesible por caro, Miró responde que éste se soluciona “haciendo esculturas y grabados”. A lo que es replicado por el autor con la única frase compremetedora, “una litografía o un aguafuerte son caros…”. La contraréplica es fascinante en la medida en la que denota su verdadero y profundo desagrado por el dinero como valor de cambio; dice Miró, “El grabado es muy eficaz, muy importante, para la divulgación de las formas. Por ejemplo, sobre esta mesa hay unos veinte. Si se tiran setenta y cinco copias, son mil quinientas: pueden llegar a mil quinientas personas”. Tan claro es su pasión por difundir la obra entre el pueblo menos pudiente que cuando le preguntan “Y cuando termina (un cuadro), ¿siente usted la necesidad de mostrar el resultado a alguien?”, Miró reponde sin titubear, “A muy pocas personas. ¿Para qué?”.
Después de haber escuchado la voz de Miró (“ofrecer al espectador un aprendizaje de la libertad”, “los imbéciles que no comprendían nada”, “la gente comprenderá cada vez mejor que yo abría la puerta a otro porvenir contra todas las ideas falsas y todos los fanatismos”, “lo que me interesa es la irradiación de cuadro, su mensaje, lo que hará para transformar un poco el espíritu de las personas”) transcribo ahora un fragmento completito: “¿Interviene usted para fijar los precios?”, “no, no. Por el contrario, le digo (a su marchand): Amigo, hace falta que pegues fuerte. No lo vendas por cuatro cuartos. Sobre todo, desde el punto de vista moral”. “¿Un punto de vista moral?” (replica el autor), “¡No quiero que cualquier imbécil pueda llevárselo por cuatro cuartos!”. “En sus viejos cuadernos de notas he leído: No me gustan los burgueses, pero es preciso que aprendan a respetar lo que hacen los artistas”. EEso es. Tener respeto” (responde Miró). Ya ven, Modernidad en estado puro.
Pero ya digo, los hagiógrafos leerán este libro y verán lo que yo no he visto, porque su Fe carece de límites y porque nunca tienen presente la segunada ley de Las leyes fundamentales de la estupidez humana, que reza eso de que cualquier persona puede desarrollar perfectamente una actividad y ser simultaneamente un idiota . Y porque además creen que la fuerza atacante que se exterioriza en Miró es de tal potencia que su palabra se encuentra indisociada de su producción, como si las opiniones pudieran ser juzgadas de la misma forma en la que se juzgan los cuadros, como si la inteligencia no fuera con ellas. Es decir, los hagiógrafos juzgan la inteligencia mostrada a partir del verbo con los mismos parámetros con los que juzgan una pintura. Y el desastre es monumental. Las pinturas no requieren de la inteligencia, pero las opiniones sí. No estamos en la época de Leonardo (cosa mentale). Cuando Miró quiere explicar su relación con Stockhausen es cuando el pintor hace gala de esa intelectualidad tan suya y dice: “Hay relaciones muy claras entre lo que él hace y lo que yo hago. Por ejemplo, ese ¡pam! ¡pam! ¡pam! (puntúa cada pam con un golpe en la mesa). No puedo explicérselo mejor”. Su capacidad intelectual es, efectivamente, artística.
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