Mírate en el espejo. Eres hermosa. Mucho más hermosa ahora que lo que fuiste antes; pero has cambiado mucho también.
Quisiera que vieras cómo ahora se te mueven tan aprisa los ojos y me miran calculadores. De lado, siempre. Tú que mirabas tan derecho, tan abierta, tan descaradamente.
Y ahora tu boca es una mueca horrible de descontento y hambre (hoy, precisamente, cuando mejor te va, cuando más cosas haces: las mejores y más notables de las que entre los te rodean se producen).
Cuánto te admiraba después de leerte.
Antes eras tan suave, tan cálida, tan agradable de besar. Hoy ni siquiera abres bien y grande la boca. Ni pones cerca la lengua cuando te acerco la mía.
Tu tez ya no es pálidísima, impresionante, como entonces y como siempre (aún hoy), sino mortecina.
Tu frente fina, hermosa, amplia, ahora tiene cuatro arrugas de mujer mala.
¿Sabes qué te causó estas arrugas? Tu indiferencia, tu sordidez, tus ganas de vivir en lo oscuro y en lo sucio, ******.
¿Cuántas veces te pedí un hijo? Ése hubiera sido el pródigo, mujer ciega.
Ahora, menos aún, voy a dejar de seguir teniéndolos.
¿Por qué hay en tí tanto desprecio Chiquina?. ¿Tú no lo notas?
Hablas con desprecio de todo lo que no sea tu mundo muy personal (en el que, desde luego, yo ya no quepo para nunca jamás). ¿Sí lo ves, ****** *****?
Bajo tus ojos hermosos, esas bolsas gritan tu impaciencia, tu desencanto.
Pero no fui yo el que te lastimó, ni el que no se quiso casar contigo, ni el que te hizo menos (ninguno de esos fui yo). Ni, mucho menos, el que te robó tus ideas a la mala, para publicarlas. Ni fui yo quien te usó.
Porque a mí (dicho sea sin ningún respeto) tu mundo, el de los que se creen pensantes, me importa una chingada.
Yo no soy uno de esos que tiene el ego crecido a fuerza de escribir pendejadas. Por eso me acuerdo con frecuencia de un viejo hombre que dijo que todos ellos eran unos nacos.
Yo vuelo puentes, el 29 de este bisiesto, apenas. ¡Cómo me hubiera gustado que estuvieras allí!, porque, además, llevaba muchos días sin comer, ¡y eso pasó allá, en tu misma ciudad!
Pos ni eso, ni el frío, ni la intemperie (los al menos cinco ó seis días que no tuve donde quedarme, sino en una banca de la calle de Madero) ni tu grosería increíble, imperdonable, me domeñó.
Yo descarrilo trenes, volteo camiones de la "autoridad", aniquilo convoyes completitos, incendio guarniciones (se cagan de oir los nombres de nosotros, el mío y los de mis amigas). Que el mío no es el nombre que me conoces, sino otro.
Y, cuando me han caído en mis manos sus oficiales de ellos, he quebrado bien por lo menudo todos los diez mandamientos (y con mucho gusto).
Y mientras persigo cabrones abusones, de los que nos están matando, allá el chisme es que Alatriste es plagiario, Solares un pendejo y Felipe un inmeritorio, ¡como si todas esas cosas fueran novedad!
Todos esos, además (y tu deberías saberlo) quieren el trabajo de D** y, desde luego, se lo quieren chingar, esos huevones).
Encabrona, eso sí, saberse mejor y más capaz y más preparado y culto que esos bobos y no tener la oportunidad de una vida tranquila como la de ellos (y ahora que lo pienso, no niego que, a lo mejor, es lo que buscaba que me ayudaras, que me auxiliaras, porque ya estoy cansado de andar peleando todos estos años)
Allá tú si no pudiste ni quisiste.
Espero que, al menos, aprecies lo que me va en esto diciéndotelo tan en público.
Y es que estoy tan desencantado que, aunque te lloro tantísimo y te extraño todos los días, casi me da gusto saber que no voy a volver a verte.
Porque todavía queda en uno una la madre esa del amor propio. Y es una lástima que exista esa chingadera, porque no es otra cosa que un estorbo que va a impedir que te vuelva a ver.
Es cuanto.
(eso quiere decir que esto es nomás cuanto había qué decir)
Adiós.
Sebastián Zuloaga.
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