lunes, 12 de marzo de 2012

"Los balazos están bien lejos..."

Los balazos están bien lejos

 

 
Para mi familia.
Y para Alejandro del Bosque, 
de quien copio la estructura de este texto.
Los balazos están
“Estamos bien, güerejo, no te preocupes”. Eso dice el recado de mi madre. Es lo único que dice el mensaje de texto y yo no tengo idea de por qué me lo envía. Así que mi primera reacción, por supuesto, es preocuparme. Y enseguida llamar a Guadalajara
“Si hasta se me hizo raro llegar al banco a medio día y llegar directo a la caja: no había filas ni nada”, me dice por teléfono luego de relatarme lo que ha pasado y confirmarme que, efectivamente, están bien: ella y mis tíos, mi hermana y mis sobrinos. Pero el recuento de los daños es, de algún modo, la historia de mi vida en la ciudad de mi infancia.
Uno de los carros incendiados lo pusieron en la calle de Isla Raza, a un par de cuadras de donde vive actualmente mi madre. Ahí, precisamente, donde a veces voy a comprar birote cuando estoy de visita. Otro de los retenes fue en avenida Arboledas. Ésta queda un poco más lejos, pero igual es una calle que camino cada que voy para allá y donde está un café que frecuento desde que estaba en el bachillerato. Y ahí no para la cosa.
La peor balacera fue en Paseo del Rocío. Una calle de dos cuadras con un nombre muy pomposo para estar llena de edificios de interés social, en un barrio que, igual, quiso ser fresa y le pusieron “Lomas Altas”. Precisamente el barrio de mi infancia. Ahí crecí, mudándonos cada dos o tres años porque los dueños nos corrían para poder subir la renta. Y viví, exactamente, en Paseo del Rocío. No recuerdo el número de mi casa. Y temía que saliera en el noticiero del viernes en la noche, que fuera la misma. No salió, o tal vez fue remodelada y no la reconozco. Pero igual recordé cuando hace casi 20 años, cuando perseguían a Caro Quintero, la calle se llenó de los muchachos de la policía secreta porque se rumoraba que ahí vivía una de sus queridas (siempre imaginé que era Sara, la de El Tri, nunca lo supe). También, hace años, en la misma cuadra un vecino se volvió loco y mató a toda su familia antes de darse un tiro. Yo lo saludaba cada que iba por las tortillas.
Y ahora, ahí mismo, la que pudo ser mi casa, o la casa de al lado, tiene los muros cacarizos de balazos y esquirlas de granada. ¿Será? ¿Serán los mismos muros tras los que yo me sentía protegido de niño?
 
Los balazos están bien
“Mataron a un niño”. Eso fue lo que dijo una mamá que tiene a su hijo en la misma escuela donde están mis sobrinos. Y se desató el caos. Las madres querían llegar por sus hijos. No podían. Los niños lloraron porque no sabían si al que habían matado era su hermanito que está en otro salón. No podían saberlo. A las madres se les recomendó no acercarse a la escuela y; a los niños, no salir del aula. Todos lloraron. También las madres y los padres. Y después del llanto, de la impotencia; luego de saber que no habían matado a ningún niño de la escuela pero haberlo sentido, haber imaginado que era el propio, que tenía el cuerpo destrozado, que estaba muerto y lleno de sangre –en partes seca, en partes a medio coagular--, después de haber imaginado el funeral, el ataúd pequeño, de haber mirado su cuarto y sus juguetes, el montoncito de ropa que siempre deja a lado de la cama porque nomás no hace caso de echarla al cesto, haber tocado su piyama de carritos o princesas, seguro, porque ¿qué más se puede hacer si no puedes llegar a la escuela, si no puedes corroborar si está vivo?, después de prepararse un té de tila para los nervios y llamar a las otras madres o padres por el teléfono fijo (porque la red de teléfonos celulares estaba caída, ¿quién la tiró?, ¿o nomás se cayó solita?), después, seguro, después de eso y mucho más llanto y muchos recuerdos, vino la rabia. 
¿Cómo culparlos?
Cómo culpar a alguien, en estado alterado, que justo acaba de imaginar que acribillaron a su hijo, que lo sigue imaginando aunque ya sabe que está vivo (sí, porque una vez que uno imagina algo así, porque una vez que uno siente algo así, es difícil dejar de sentirlo inmediatamente; es difícil, incluso, dejar de sentirlo por varios días), cómo culparlo de que sienta rabia y quiera que maten a todos los que andan matando gente, que hagan lo que sea necesario, cualquier brutalidad, con tal de que su hijo siga vivo y puedan vivir en paz.
No hay manera.
No hay manera de culparlo: somos humanos y la rabia también es humana. 
“¡Los valientes no asesinan!”, gritó el poeta Guillermo Prieto al pelotón que iba a fusilar a Juárez. Y los detuvo. Y el pelotón bajó las armas. ¿Y ahora? ¿Ahora donde están los poetas que podrían usar la palabra para detener la sangre?
 
Los balazos están bien lejos
Los escritores norteños escribieron sobre lo que se avecinaba desde hace más de 15 años. Pocos pelaron oreja pues, seguramente, tenían cosas más importantes qué hacer. Otros comenzaron a alzar su voz hace menos tiempo: Nuestra aparente rendición, coordinada por Lolita Bosch, o la campaña “No más sangre”/ “Basta de sangre” de los caricaturistas Rius, Hernández y Patricio. Aunque, sin duda, lo que llevó a más gente a las callse fue el Movimiento por la Paz con Justicia y Dignidad, iniciado hace casi un año bajo el luto del asesinato del hijo del poeta Javier Sicilia.
A este último, en su momento, se sumaron casi todos los escritores e intelectuales del país. Y gritaban a las cuatro cantinas que habían estado “en la marcha con Javier”. Luego, sin embargo, un año después, parece que les volvió a ganar la premura de hacer otras cosas importantísimas y se alejaron del movimiento, de cualquier movimiento. 
Por ejemplo, de lo último que me enteré que estaban haciendo mis amigos poetas era, para variar, pelearse entre ellos. Uno se pasó cuatro horas (eso declaró en Facebook) editando un video de Hitler para burlarse de sus ex-amigos. Y tuvo una respuesta multitudinaria. Cantidad de poetas renombrados, como Ernesto Lumbreras, y otros no tan renombrados, lo felicitaron abiertamente; y, los tímidos, nomás le dieron clic al botón de “Me gusta”. 
¿Para esto nos da la poesía?
¿Qué pasaría si los poetas y demás intelectuales dejáramos de hacer esas cosas importantísimas que hacemos y nos pusiéramos a hacer lo que tenemos que hacer: escribir?
Para los que digan que la palabra no cambia nada les recuerdo, de nuevo, a Guillermo Prieto. Pero si no quieren ponerse ante los pelotones de sicarios a declamar (asunto muy válido) ni tampoco quieren escribir sobre la violencia, les recuerdo, por ejemplo, a Sabines, o a Efraín Huerta. 
¿Quién puede leer a Sabines y, después de cuatro versos, seguir recordando sus preocupaciones cotidianas? Eso. También podemos hacer lo que sabemos hacer: convocar la belleza. Porque cuando uno lee un texto hermoso, un texto que atiende a la condición humana y a la maravilla del mundo, uno siente que vive en un mundo mejor. Y actúa en consecuencia. Y el mundo, dijera Octavio Paz, “cuando dos se besan el mundo cambia”. 
¿O será que seguimos creyendo que estamos seguros tras nuestros cuatro muros (como los muros de mi infancia)? ¿Será que sólo reaccionaremos hasta que caiga a balazos alguno de nuestros seres queridos? ¿O será que somos tan malos escritores que nuestras palabras son huecas, que no dicen nada? ¿Será que somos tan malos que nuestras palabras no conmueven a nadie? 

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