sábado, 24 de septiembre de 2011

El melodrama de la política ...

Por Sergio Sinay  | Para LA NACION

¿Los hechos y las sensaciones que hoy se experimentan en la Argentina podrían ser un resabio del siglo XIX europeo? La pregunta adquiere validez cuando se lee “La personalidad colectiva”, capítulo del libro El declive del hombre público , de Richard Sennett. Profesor emérito en la London School of Economics y en el Instituto Tecnológico de Massachussetts (MIT), Sennett es sociólogo, novelista y, fundamentalmente, un pensador inquieto, lúcido observador de los fenómenos sociales. Prueba de ello son obras como La corrosión del carácter El artesano El respeto La nueva cultura del capitalismo .

Hasta el siglo XVIII, según dice, no se consideraba la personalidad algo propio de cada individuo. Se pensaba que las conductas de las personas respondían simplemente a un carácter natural por todos compartido, de modo que las acciones personales no se enjuiciaban como propias y únicas, sino como un reflejo de aquella base común a todas las personas. Por una serie de razones complejas, como el nacimiento del capitalismo, un cambio en la concepción del teatro o el desarrollo de las grandes ciudades, que Sennett estudia con detenimiento, desde finales de ese siglo y sobre todo en el XIX, se empezó a considerar la personalidad algo propio de cada individuo. Cada acción, cada palabra, la forma de vestir o de expresarse venía a desnudar, en la mirada de los otros, la intimidad y la singularidad de cada ser. Eso hizo que se empezaran a ocultar las emociones, a uniformar los ropajes y hábitos (de ahí, las modas y también las severas inhibiciones que marcaron a la sociedad victoriana), en el intento de no quedar en evidencia, de preservar la intimidad, de no verse desnudo.

Al mismo tiempo, cada persona fue juzgada por sus actos, por lo que mostraba, por cómo hablaba y manifestaba sus emociones. Lo que se ve es lo que soy. En el teatro o en la música importó menos la fidelidad o la calidad esencial con que los intérpretes transmitían las obras: el acento se ponía en la “pasión”, la “intensidad”, la “entrega”, a las que no se consideraba parte de una técnica sino el “ser” del artista. La visceralidad era más preciada que los contenidos artísticos. Lo que la gente no expresaba en sus vidas exigía verlo en los escenarios, a cargo de otros.

Esto tuvo su correlato en la política, observa Sennett. La personalidad pública del político empezó a pesar más que el “texto” que tenía para proponer a la sociedad. Sus seguidores no deseaban juzgarlo o pensar con él. Le pedían que los conmoviera, querían experimentarlo. Es demasiado pesado cargar con un “yo” propio, hacerse responsable de las propias acciones, abrirse al mundo y crear vínculos. Y se depositaba todo esto en alguien. Se suspendían los intereses “yoicos” (la percepción de la propia singularidad) por riesgosos y se los fundía en una personalidad colectiva, marcada por las emociones del político al que se sigue. Se suspende el razonamiento, el juicio, la verdadera elección. Sennett estudia este fenómeno a través de episodios históricos que tienen como protagonistas a Lamartine, a Marx, al capitán Dreyfus o a Emile Zola, en la segunda mitad del siglo XIX.

La personalidad colectiva es, en fin, eso que nombramos como “pueblo”, “masa”, “gente”, “electorado”. De veras inquieta avanzar en la lectura del capítulo mencionado, es inevitable el déjà-vu . En ese contexto, el político impone su personalidad y sustrae sus argumentos. Importa más su acontecer emocional, lo que suscita su persona y los avatares que vive. Si puede exhibir sus sentimientos en público, eso lo validará. La multitud pierde la memoria, apunta Sennett, ya no pone a prueba a la figura pública en función de sus acciones, de sus ideas, de la sustancia de su ideología: es como un actor y el público sólo cree en la actuación.

Esta apología de la personalidad horrorizó al gran jurista y pensador liberal Alexis de Tocqueville, inspirador de la sociología, que atribuía ese fenómeno de “exceso de idolatría” al miedo. ¿Miedo a qué? A asumir la personalidad propia, insertarla en la realidad y hacerse cargo de las propias acciones; miedo de asumir la propia vida y explorar su sentido intransferible. Así desaparecen las cualidades legítimas de la política, en palabras de Sennett, y se instala el efecto paralizante y oscurantista de una “política de la personalidad”.

El autor de El declive del hombre público (obra originalmente escrita en 1977) va mucho más allá en extensión y en profundidad. Pero con esto alcanza para observar el presente argentino. Si a lo sintetizado hasta aquí, se le agrega el desarrollo de lo mediático y el extendido voyeurismo que esto promueve -al permitir estar aún más atentos al gesto, a la ropa, al llanto, a la risa o el enojo del personaje público antes que a sus propuestas o a los fundamentos de sus ideas- las semejanzas asombran.

Los “relatos” remplazan a los programas, que ya no son necesarios. De hecho, hace ya tiempo que no se publicitan ni publican (ni se leen o se buscan) los programas partidarios; se vota en estado de ignorancia al respecto, basta con eslóganes, frases marketineras, fotos, anécdotas que muestren la intimidad del hombre o la mujer políticos, su lado “humano”.

El yo dispuesto a abandonar su condición propia y a fundirse en un colectivo sin memoria y sin preocupaciones o conflictos morales necesita un relato que le permita “emocionarse”, identificarse con la peripecia de ese al que sigue. Y basta con que el relato simplemente se relate a sí mismo; no es necesario que cuente una historia verdadera. Suspendida la memoria, postergado lo ético, sólo importa que el intérprete muestre “entrega” (poder melodramático, como lo llama Sennett) en el momento de la actuación.

La política de la personalidad traída a la cultura moderna, concluye el autor, termina por anular la conciencia verdaderamente política de la comunidad, degrada el lenguaje político; basta con saber de qué bando está uno y a quiénes hay que atacar; ya no es necesario pensar en perspectiva. Identificados con un actor que encarna la personalidad colectiva, lo que queda es “decidir quién debe ser excluido de esta grandiosa, inestable identidad”. Se es hostil a los “extraños” y, más tarde, empiezan las luchas internas para ver quién, dentro de la personalidad colectiva, es más puro, más fiel, más auténtico.

Como advierte Sennett, de esta semilla plantada en el siglo XIX florecieron tragedias en el XX. Que ciertas cosas suelan llegar con retraso a estas tierras, no significa que no lleguen. Existimos en el mundo y en la historia, aunque algún opiáceo consumista pueda crear la ilusión siempre breve y temporaria de que no es así.

© La Nacion.

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